“-Así lo haré, creador mío -dijo, tapándome los ojos con sus odiosas manos, que aparté con violencia-. Así os libraré de la visión que aborrecéis. Pero aún podéis seguir escuchándome, y otorgarme vuestra compasión. Os lo exijo, en nombre de las virtudes que una vez poseí. Escuchad mi historia, es larga y extraña.”
— Mary Shelley
Este pasaje deFrankenstein, el moderno Prometeo de Mary Shelley contiene dos ejes importantes para este ensayo. En una primera lectura, sencilla y sorprendente para el lector primerizo, vemos el miedo que su creador le tenía a la criatura, no sólo por lo que representaba, sino por su aspecto físico. En otro pasaje el doctor describe esta repulsión: “¡Ay!, ningún mortal podría soportar el horror que inspiraba aquel rostro. Ni una momia reanimada podría ser tan espantosa como aquel engendro. Lo había observado cuando aún estaba incompleto, y ya entonces era repugnante; pero cuando sus músculos y articulaciones tuvieron movimiento, se convirtió en algo que ni siquiera Dante hubiera podido concebir.”
Dentro del primer diálogo el monstruo reconoce su cuerpo repugnante, y libera a su creador de su imagen pavorosa. Bajo el uso de la violencia, el monstruo aleja al doctor de su vista, dando por sentado que la imagen que tiene de sí mismo es igual o peor de terrible que la que el resto de los humanos tienen de él. Pero aun así pide compasión, se postra ante su creador y retira esa imagen que tanto perturba. Sólo exige ser escuchado por breves instantes.
Frankenstein, publicada por primera vez en 1818, ha sido un centro de debate permanente y desde su nacimiento ha impactado al público y a especialistas en diferentes momentos de la historia. Se le reconoce como la primera novela de ciencia ficción con los tópicos antes escritos, aunque jamás son enunciados de tal forma. La creación de una vida externa al poder divino no era un tema nuevo, pero el uso de la especulación y la explicación no-mágica del relato otorgarían a su autora un lugar privilegiado tanto en la literatura universal como en la literatura fantástica y de ciencia ficción. El monstruo de Frankenstein es, en un primer instante, esa odisea satánica de la rebeldía y la curiosidad hecha ciencia.
Nadie se pregunta si aquel hombre, u hombre máquina, sufre, ama o contiene el resto de elementos que caracterizan al ser humano. A los personajes que pueblan la novela les tiene sin cuidado su naturaleza, su ciencia y su virtuosidad. En ese monstruo nadie ve algo más que ropas roídas y un aspecto terrible, un cuerpo incompleto, un remedo de humano que no logra encajar físicamente en una sociedad civilizada. Mientras sigo la lectura me desespero y grito: ¿nadie se da cuenta que aquel monstruo de figura terrible e inhumana es un gran avance en la ciencia?
Pero desgraciadamente, para muchos, el monstruo de Frankenstein no tendría cabida en la realidad. Como él hay muchos, no solamente como una metáfora del sujeto deforme o con diferencias físicas, sino como parte de esa realidad apabullante donde muchos de estos monstruos deambulan, ocultos, utilizando su invisibilidad como un mecanismo de defensa contra aquello que intenta mantener su cuerpo al margen del establishment.
El complejo del monstruo de Frankenstein se asemeja a “el mal” en los medios impresos y audiovisuales. La postura ante lo diferente o deforme, desde la óptica de la mercadotecnia, sigue siendo rígida. Ningún sujeto que tenga un aspecto físico diferente a lo socialmente establecido es capaz de salir en portada o de vender algún producto. Su exposición es meramente ocasional. Son cuerpos invisibles que se somatizan de vez en cuando bajo la mirada del sentimiento de lástima, de la compasión del centro hegemónico de la belleza, que se muestra al consumidor como humilde y clemente por dedicar un par de páginas o tiempo aire al desahuciado de cuerpo.
El decrecimiento del sujeto social en esta supuesta modernidad ha traído consigo su fragmentación, reduciéndolo a una mera banalización del cuerpo. El sujeto ya no significa nada, sólo es un representante legal del cuerpo que porta. Su aceptación o exclusión depende de su máxima credencial, el valor estético de su corporeidad.
Una vez asesinado el sujeto por un criminal sin nombre, el cuerpo lo es todo, no importa si es bello u horrible, las reglas se dictan mes con mes, semana con semana. Los encabezados consensan lo que debe ser y lo que no, enaltecen a la mujer que muestra por su propia voluntad y minimizan a la que no, la mujer u hombre que es expuesto sin permiso. Los valores estéticos de la sociedad también destruyen al que no cuida su peso, al que se deja llevar por el arte culinario, al que imita la belleza bajo una terrible cirugía, y hasta juzgan al cuerpo que permite que la edad haga estragos en él.
El crimen se ha consumado y los medios son la revista de nota roja de tan espantoso hecho
Hemos evidenciado un crimen, una masacre parecida a las que se lleva a cabo bajo un acto de colonización. Éste a su vez se define como formar o establecer una población extranjera en un país ajeno con el propósito de explotarlo. La colonización es un proceso complejo donde la fuerza bruta se convierte en un método válido para asegurar los objetivos de quien la impone. El colonizador instituye el saber, el lenguaje, la memoria y el imaginario. Como dijera Aníbal Quijano, la colonización funciona bajo dos principios básicos: el despojo y la homogenización.
Así como los colonizadores europeos despojaron de su cultura a los pueblos nativos de América Latina, reduciendo su historia y sustrayendo su identidad, el efecto colonizante de los medios impresos y visuales reduce la identidad del consumidor a un objeto pasado de moda. Las revistas de chismes dedican hojas anteras a los sujetos más guapos, y reducen su discurso al placer banal por el físico. A destajo nos civilizan: etiquetan al hombre posmoderno trabajador, al que no quiere trabajar y al que sueña.
No permiten al horrible monstruo aparecer en las páginas centrales y mucho menos muestran las cualidades del hombre común. Poco a poco las revistas de moda generan collages del buen vestir, del buen vivir, y nadie se los discute. Los cuerpos están perfectamente mundializados, son eclécticos, hermosos e internacionales. No hay identidad local o individual, el despojo es total, lo étnico es un mero relato pasivo que muestra lo hermoso bajo un corte occidentalizado, que emerge desde el pensamiento global.
El obrero no es un obrero para la revista política, es un cuerpo que es parte de otro cuerpo, la prole. El sujeto común entonces representa el atraso, las luchas sociales de los tercos y de todo aquel que no entiende cómo funciona el mundo del cuerpo hermoso y globalizado.
Una vez despojado el sujeto común, al verse al espejo entra en una terrible contradicción contra aquello que está reflejando. No es él quien aparece en el TV Notas bajo una premisa de éxito y no es él el hombre atlético de pantalones ajustados. La realidad lo hiere: él es el monstruo, el otro.
Y una vez despojado el individuo de cualquier particularidad, la homogenización funciona como una fuerza coercitiva, apabullante y hermosa. Ya no necesita de la fuerza bruta ni de una policía de control. Todo aquello funciona sólo, como un virus aéreo, invisible y casi imposible de erradicar. Para esto no hay vacuna. Nuestro contacto con ese virus de homogenización es inevitable. Está en las revistas y está en la tele, en el cine, en las redes sociales y en la forma de pensar de las grandes concurrencias. Se reproduce día a día y se establece en las generaciones futuras desde que comienzan a razonar.
Los españoles no exterminaron a todos los indios. Los “evangelizaron” y “educaron”. Los medios no lastiman. Su violencia es pasiva. Se encuentra en el artículo en tendencia o en la lista de las diez cosas que un ejecutivo debe vestir. Cada cambio de estación estandariza el pensamiento, sometiendo al sujeto a darse cuenta que su cuerpo está desnudo, que no porta el color militante ni la prenda establecida por el medio.
Paul Walder nos dice que el sujeto ha sido reemplazado por el cuerpo y que por consecuencia no hay sujeto social. Al no existir este sujeto social, se reproduce la idea del despojo, y reduce totalmente la capacidad de movimiento, de lucha y de auto reconocimiento de ya de por sí insignificante hombre común. De él solo quedan cuerpos estandarizados y simbólicos. Trajes biológicos a la medida, sujetos a la moda, a la tecnología y al mercado.
La publicidad como virus
A diferencia de lo que creemos y de lo que nos dicen las teorías de la mercadotécnica, la publicidad nos incomoda, genera un deseo de insatisfacción, de envidia y de impotencia. La publicidad, como aparato de homogenización, es el virus y los síntomas se reflejan en la incomodidad del cuerpo. La publicidad es el criminal que detona el arma para darnos el tiro de gracia. Es el elemento clave de la colonización del cuerpo y su móvil es la venta, el comercio.
Cuando hablo de publicidad no solamente me refiero a los comerciales que directamente sugieren la venta, sino a todo el conjunto de artículos, “expertos” que integran un comité editorial o que encabezan una edición semanal. La publicidad es el conductor de TV que viste un hermoso traje, el actor de película que consume el cereal de moda. Este tipo de divulgación “pasiva” es un golpe duro a la idea que nos formamos de nuestro cuerpo, que se fragmenta poco a poco en el espejo.
En 1974 James Tiptree Jr ganaría el premio Hugo como mejor novela corta de ciencia ficción. Su relato titulado La muchacha que estaba conectada narra en tercera persona la vida de una chica que comete un intento de suicidio. Después una empresa admite su horrible condición física y estado de salud, pidiéndole a cambio que trabaje para ellos. Burke –la protagonista- acepta. Su único trabajo era darle vida a una hermosa mujer creada en laboratorio para ser objeto de la publicidad “indirecta” y convertirse en canalizador del deseo: un anuncio viviente.
Burke es un ejemplo distópico de la víctima del cuerpo. Ella termina enamorándose de su cuerpo nuevo y de todo lo que puede obtener con él. Bajo una narrativa sombría y de humor negro James Tiptree nos lleva al obscuro mundo de la publicidad y nos introduce al concepto de la prisión del cuerpo biológico. Burke se detestaba, jamás era el foco de la atención de nadie y su única manera de liberarse era a través del suicidio.
Si bien esta peripecia futurista propone cosas que aún no se han logrado (pero poco falta), leemos entre líneas la importancia de la colonización del cuerpo, del sujeto que no resiste la mirada frente al espejo porque lo que ve ahí no corresponde a esa realidad creada y distorsionada por el mercado. La autora —que irónicamente usaba un seudónimo masculino y no reveló su condición de mujer hasta tiempo después— nos alerta constantemente sobre los peligros de esa fragmentación del cuerpo.
Walder también describe esto cuando hace alusión al cuerpo significado, como aquel que reproduce el discurso del poder; un objeto con valor de cambio que tiene la misma valía que un coche nuevo, una mercancía que es visible y exhibible.
Nuestros nuevos dioses son el grupo de chicos jóvenes del momento, el grupo de jóvenes exitosos que aparecen en las páginas de negocios, la pareja joven que se besa en la pantalla. Son nuestros nuevos dioses artificiales que deambulan en el imaginario del colectivo de sujetos despojados de su cuerpo. Dioses que nos proveen de un relato mítico, homogenizante, que dictan cómo debemos moldearnos para parecernos a ellos, los que nos muestran día a día, bajo la lupa imperante del morbo, lo que debemos vestir para reproducir el rito straussiano envuelto en el mito de un par de dioses hedonistas. Son esos dioses de los que nos enamoramos.
Aceptación al virus
Tobías Strebel, fanático de Justin Bieber, pagó un poco más de cien mil dólares en cirugías y quién sabe qué más artilugios con la intención de parecerse a su ídolo, mientras Celso Santebañes pagó cincuenta mil dólares para lucir igual a Ken, el novio de Barbie. Paul Virilio llamaría a esto colonización del cuerpo, la modificación corporal quirúrgica y biotecnológica para convertirse en su ideal estético corporal.
Aunque los escritores de ciencia ficción ya dilucidaban la idea del cyborg bajo una tesis del futuro dominada por la mentalidad corporativista, William Gibson describiría varios personajes totalmente modificados físicamente. El cuerpo una vez fragmentado pide ser fragmentado a como dé lugar, sin empezar por el sujeto social ni por la conciencia, sino por la necesidad del deseo.
“Nada peor que lo inalcanzable, que el patrón, que emerge como obligación, como autoridad social y ética. El cuerpo ideal de la modelo genera oscuras e imposibles ambiciones de mímesis, acción que deviene en frustración y desprecio por sí mismo. La sociedad de consumo, del placer, la cultura del hedonismo, sólo en apariencia es tolerante y solidaria; lo que engendra, en un contexto de carencias económicas, es frustración, ansiedad, incertidumbre”, afirma Walder.
Aceptar la publicidad y el medio sería convertirnos en una pesadilla viviente, en una metáfora de David Cronenberg: ese protagonista de Videodrome que somatiza una señal pirata de televisión, donde su cuerpo se muestra como un receptor viviente.
Seríamos la chica conectada a un cuerpo que no es el nuestro, sería asesinar nuestra totalidad. Aceptarlo es dudar del otro como aquella vieja película Body Snatcher que de ser una metáfora de la creación de zombis comunistas, pasaría a la paranoia de ser parte de una única entidad desarrollada por el discurso hegemónico del mercado capitalista.
La colonización del cuerpo
En una segunda lectura al Moderno Prometeo, parece que Shelley denuncia a la revolución industrial, al estado mercantil, al despido de obreros y la cadena de consecuencias que ha traído el hombre-máquina. Se circunscribe, si lo vemos desde una teoría crítica, a la denuncia de una modernidad que ha dividido al hombre entre mente y cuerpo: esa ruptura ontológica entre la razón y el mundo que suponen los anticolonialistas como Edgardo Lander.
El anticolonialismo es una teoría crítica que denuncia al pensamiento cartesiano. Forma de ver el mundo que se retomaría en la modernidad y que influenciaría al pensamiento liberal y posteriormente al capitalista. El hombre se reduce a la razón y desaparece su posición como sujeto simbólico. El monstruo el producto de esa razón, del método científico y del pensamiento industrial.
Para el pensamiento capitalista el cuerpo sólo es una trivialidad, un producto más dentro del mercado. Está fragmentado, está dividido del sujeto porque no hay una dimensión simbólica que lo mantenga.
Esto sucede porque alguien lo ha colonizado. Se ha dividido el cuerpo de la mente. Los intereses capitalistas de la industria, coludidos con los medios, lo han asesinado y colocado un símil de plástico en los escaparates.
Diría Marshall McLuhan que nuestro cuerpo no es, ni será, aquel que se esculpe a través de software o el que viste de Prada. Nuestro cuerpo es una extensión del sujeto, le pertenece. La violencia mediática y la imposición del consumo pueden ser eliminadas, hay que dudar de ellas y encontrar el arma del crimen. Hay que dejar de ser un testigo silencioso de tan horrible hecho.
Publicado originalmente en The fiction review